n una calurosa mañana en agosto, una multitud inusualmente numerosa se congregó en la estación de Imjingang, la última parada de la línea de metro metropolitano de Seúl, la más cercana a Corea del Norte.
Había decenas de activistas y policías, con la atención puesta en un solo hombre: Ahn Hak-sop, un exprisionero de guerra norcoreano de 95 años que volvía a casa, al otro lado de la frontera que divide la península coreana.
Era lo que Ahn llamaba su viaje final: quería volver al Norte para ser enterrado allí, después de haber pasado la mayor parte de su vida en Corea del Sur, gran parte de ella en contra de su voluntad.
Nunca llegó a cruzar: fue rechazado, como era de esperar, porque el gobierno surcoreano dijo que no tenían tiempo suficiente para hacer los trámites necesarios.

